A veces los cuentos lo escriben a uno, y no al revés.
En el rincón azul, con un peso de 77 doscientos, el martillo de Astilleros muerde el protector bucal; en el rincón rojo, con un peso de 77 ciento cincuenta, el puma de Juárez hace crujir el cuello. Suena la campana, estallan flashes, comienza el espectáculo. Es un combate de los de antes, sin concesiones, a largo plazo. No hay medalla de plata en este deporte. Los asaltos se suceden, sangre y sudor a partes iguales. El agotamiento lleva a los púgiles a abrazarse a menudo, bailan al son de los latidos de sus sienes hinchadas a golpes. El público ruge pero ellos ya no oyen. Martillo acaba de ser padre, 3 cuatrocientos, de una niña preciosa, Elena; por suerte sacó la nariz de su madre. Puma y su esposa esperan un niño para mediados de mes, Raúl. Todavía tiene restos de pintura azul bajo las uñas, bajo el dolor, bajo los guantes. Al final del décimo cuarto asalto uno de los boxeadores cae de camino al rincón. Silencio. Hacen lo posible por reanimarle, pero antes de besar la lona estaba muerto. No tengo estómago para continuar jugando a ser Dios. Lo siento. No hoy.